El cuerpo
La visión del cuerpo montaigniano es
una visión claramente epicúrea, traspasada a
Montaigne por
Lucrecio en su De rerum natura. Un «cuerpo ateo» como lo definiría
Onfray, «un cuerpo que rechaza el dolor en cualquiera de sus formas:
nada, ninguna
lógica de la salvación, justifica el sufrimiento[1]»
un cuerpo que no niega a Dios
explícitamente, sino al que le
resulta indiferente su existencia, a la manera epicúrea.
Así pues, placer y cuerpo, grandes
protagonistas del pensamiento del autor, serán de
una importancia
capital a la hora de analizar su concepción de los temas más
variados, entre ellos, el tema de la mujer. Es por ello por lo que
para comprender la
visión que tiene Montaigne de la mujer hemos de
conocer primeramente la
concepción epicúrea del cuerpo y del amor.
Sin este inciso no podremos entender
del todo por qué Montaigne
dice lo que dice.
Para Epicuro, el fin de la vida es la
felicidad, dicha felicidad guarda una relación de
identidad con el
placer, entendido aquí como ausencia de dolor. La ataraxia epicúrea
plantea la búsqueda de la felicidad mediante un placer sobrio y una
ausencia de
dolor en la medida de lo posible. En cuanto al sentido
del amor epicúreo este es
diametralmente opuesto al que da el
idealismo romántico, Lucrecio propone buscar
maneras de
«desfogarse», huyendo del tiránico deseo que el amor nos provoca,
mediante uno mismo o del trato con otros, independientemente de si es
la persona
amada o con las «Venus vagabundas» o prostitutas,
vistas aquí como personas que
pueden provocar un intenso placer sin
las consecuencias indeseables que el amor
provocaría, tales como la
perdida de la propia voluntad, el deseo de ser esclavo de
quien se
ama o la atadura a ese simulacro que es la persona amada, una
ilusión, un
espejismo que nos crea Venus donde no encontramos más
que buenos atributos. El
amor ata el placer y la libertad a una sola
persona, haciéndolos excluyentes, así que
siendo estos dos pilares
fundamentales de la filosofía epicúrea, puede entenderse por
qué
consideraban que el alma, al atarse a un sentimiento que la obsesiona
y siempre
resulta doloroso e insatisfactorio, se halla enferma. Sin
embargo es importante aquí hacer una distinción entre el amor
como deseo físico, que es placentero en sí, y el
amor como estado
psicológico, lo que nosotros llamaríamos enamoramiento, siendo
este el condenado por la filosofía epicúrea[2].
Una vez que entendemos esto, podemos
seguir con el análisis que hace Montaigne
en el ensayo tratado.
El autor, como señala M. Onfray, no
lleva su pensamiento desde la misoginia
general de su época a una
filoginia, sino que busca un punto intermedio, un intento
de
descripción imparcial, dando tantos atributos como defectos a
hombres y
mujeres. «Suficiente es la igualdad5». Las mujeres, para
Montaigne, son seres
humanos esencialmente iguales a los hombres,
salvo ciertas características,
especialmente las relacionadas con
el amor, que las hacen estar algunas veces por
encima y otras por
debajo de este. Así las concebirá esencia de sospecha, voracidad y
curiosidad a la par.
Si nos centramos en
la capacidad para
amar, entendida de las dos maneras
epicúreas, las verá más
capaces que los hombres. Tienen más capacidad sexual que
este y sus
sentimientos son mucho más intensos. Para ello no duda en poner de
ejemplo un experimento llevado a cabo por un emperador y una
emperatriz romanos:
«él [Próculo] desvirgó en una noche
a diez vírgenes sármata, cautivas suyas;
mas ella [Mesalina] atendió realmente
a veinticinco empresas en una noche,
cambiando de compañía según sus
necesidades y gustos, “adhuc ardens rigidae
tentigiene vulvae, Et lassata viris,
nodum satiata recessit [3]”»
Dicha capacidad sexual en la mujer[4]
puede ser considerada como uno de los puntos
clave en la consideración que tiene
Montaigne, y muchos de sus contemporáneos, de la mujer como un ser que tiene un
apetito sexual casi insaciable comparado con
el hombre. Si
entendemos que esto está relacionado estrechamente con el estado
psicológico del amor podemos hacernos una idea de por qué se
considera a la mujer
como variable, polimorfa, cambiante, alguien no
digno de confianza, pues quien
esta perpetuamente enfermo de deseo
es alguien que podrá vender todo con tal de
saciarse. La lascivia y
la lujuria como algo que puede atacar a la mujer a cada
momento. «Al
igual que al hombre —dirá Montaigne— que se le ha concedido un
miembro desobediente y tiránico, que por la violencia de su apetito
busca someter
todo a sí, a la mujer se le ha dado un animal ávido
y glotón[...]». Si a esto sumamos
un factor que trataremos luego
en el autor, la educación, que fomentará una
tendencia hacia el
enamoramiento, tendremos los factores que provocan esa visión
de la
mujer, una mezcla entre temor y desconfianza, tanto por lo que pueden
hacer
estas con sus capacidades como lo que sus capacidades pueden
hacer con ellas.
Ya que la mujer es tiranizada por su
propio sexo considera que es más loable su
capacidad para
permanecer casta ante las tentaciones, pues estas tentaciones son
mayores en ellas que en los hombres. Pero esto tiene un reverso, la
mujer es tiranizada
por su sexo, sí, pero este está
fisiológicamente internalizado, a diferencia del
hombre, que cuando
su apetito lo lleva a la excitación, aunque no lo desee, se verá
públicamente delatado. Esta situación puede llevar a la mujer a una
posición de
superioridad con respecto al hombre, pues su capacidad
para ocultar su propio deseo
juega a su favor. En cuanto a la
castidad, Montaigne deja claro que él no está por la
labor de
prohibir nada en términos sexuales, siempre y cuando estos sean
tratados
con prudencia, la gran balanza epicúrea en este tema. El
favor de una mujer no se
medirá en lo que nos dé, sino en a
cuantos da lo que nos concede a nosotros.
[1]: Michel Onfray, El cristianismo hedonista, Contrahistoria de la filosofía II, Anagrama 2010, p. 265
[2]: Manuel Cabello Pino, La enfermedad de amor en Lucrecio y Catulo, Tonos, numero XVIII, 2009
[3]: Michel Onfray, op. cit., p. 271
[4]: «Enardecida aún con el picor de su coño tieso, y cansada, pero todavía no harta de hombres, se retira», Juvenal, Marcial, 6,128-129
[5]: Si bien conocido pero obviado por los autores que consideraban esta temática, no fue hasta el análisis de Masters y Johnson sobre el comportamiento sexual en Respuesta sexual humana de 1966 que no se dio una respuesta científica y objetiva a este hecho, el descubrimiento, o reconocimiento científico más bien, de la capacidad multiorgásmica de la mujer.