Hacia finales de la antigüedad pagana, un filósofo ascético y
místico, Plotino, se pronunciaba en el sentido de que los verdaderos
pensadores «desprecien la belleza de los jóvenes y de las mujeres».[1]
La expresión amar a un muchacho o a una mujer, referida a un hombre, se
repite hasta la saciedad en la pluma de los clásicos; daba igual amar a
uno u otro, y se tenía la misma consideración hacia ambas formas del
amor. Pero ello no quiere decir que los paganos vieran la homosexualidad
con indulgencia; la verdad es que no la consideraron un problema
específico; admitían o condenaban en cada cual la pasión amorosa (cuya
legitimidad, en su opinión, era discutible) y la libertad de costumbres.
Si censuraban la homofilia, lo hacían de la misma manera en que
podían censurar el amor, las cortesanas y las relaciones
extraconyugales, al menos mientras se tratase de homosexualidad activa.
Establecían tres precisiones, en este sentido, que no tienen nada que
ver con las que nosotros podamos hacer: según hubiese libertad amorosa o
conyugalidad exclusiva, sexualidad activa o pasiva, o se tratase de un
hombre libre o de un esclavo; penetrar al esclavo era un acto inocente y
ni siquiera los censores más severos se interesaban por una cuestión
tan secundaria;[2] por lo contrario, se consideraba una monstruosidad
que un ciudadano experimentase placeres con pasividad servil.
Apuleyo califica de antinaturales ciertos placeres infames entre
hombres;[3] no estigmatiza con ello el carácter homosexual de la
relación, sino el servilismo que pueda comportar y la sofisticación de
la misma. Pues, cuando un clásico califica a algo de antinatural, no
pretende decir que sea monstruoso, sino que no se aviene con las
convenciones sociales o, incluso, que se trata de algo falseado,
artificial: la naturaleza era, para los clásicos, bien la sociedad, bien
una especie de ideal ecológico que se orientaba hacia el dominio de uno
mismo y la autosatisfacción; por tanto, era necesario atenerse a lo
poco que la naturaleza exige en este sentido. De ahí que se dieran dos
actitudes ante la homofilia: la mayoría, indulgente, la encontraba
normal, y los moralistas políticos, a veces, la tenían por algo
superfluo en la misma medida, por lo demás, que cualquier placer
amoroso.
Un significativo representante de la mayoría indulgente,
Artemidoro,[4] distingue las «relaciones conformes a las normas
establecidas» (son sus propias palabras): con la propia esposa, con la
amante y con «el esclavo, sea hombre o mujer»; sin embargo, «ser
penetrado por su esclavo no es correcto: es un ultraje que indica
desprecio por parte del esclavo». Por otra parte, las relaciones
contrarias a las normas establecidas tienen carácter incestuoso. Las que
son contrarias a la naturaleza comprenden el bestialismo, la necrofilia
y las uniones con las divinidades.
Por lo que se refiere a los pensadores políticos, resultan ser
puritanos, porque para ellos toda pasión amorosa, homófila o no, es
incontrolable y debilita al ciudadano-soldado. Su ideal consistía en la
victoria sobre el placer, cualquiera que fuese.[5] Platón diseñó las
leyes rectoras de una ciudad utópica de la que proscribe la pederastia,
que considera no conforme a la naturaleza, ya que los animales (según él
cree) no se unen jamás a los individuos de su propio sexo. Pero a poco
que se relean sus textos[6] encontramos que la pederastia es condenable
no tanto porque sea antinatural como por el hecho de que va más acá de
lo que la propia naturaleza exige. La sodomización es una actitud
demasiado libertina y poco natural. Platón milita contra la molicie y
los arrebatos pasionales, no constituyendo la naturaleza sino un
argumento suplementario. Su finalidad no es reconducir la pasión a su
justa dimensión natural, no permitiendo amar más que a las mujeres, sino
la supresión de cualquier pasión no autorizando más que la sexualidad
reproductora (de hecho, la idea de que se pueda estar enamorado de una
mujer no le rozó su espíritu). No era otro el razonamiento que lo llevó a
condenar, incluso, la gastronomía en lo que contribuía a debilitar el
carácter: la naturaleza, decía, nos enseña a través de los animales que
es necesario comer para vivir y no vivir para comer. Ahora bien, lo que
hay de antinatural en la pederastia no es tanto el error en la elección
del sexo de la pareja, como la artificiosidad en el placer: la
pederastia no constituye para el propio Platón una aberración digna de
la hoguera, sino un acto abusivo, por las «posturas» adoptadas en la
relación. Queda, pues, prohibida, pero en la misma medida en que lo
queda la relación con cualquier mujer que no sea la legítima esposa.
No basta con que en los textos aparezcan las palabras contra natura: es
necesario también entenderlas en el sentido que se les daba en la
Antigüedad. Para Platón, la homosexualidad en sí no era antinatural,
sino las actitudes por medio de las que se realizaba. Esa matización es
digna de tenerse en cuenta: un pederasta no era un monstruo,
perteneciente a una raza de hombres con pulsiones incomprensibles, era
simplemente un libertino movido por el instinto universal del placer,
que lo inducía a cometer un acto, el de la sodomía, que no existe entre
los animales. Sobre el pederasta no pesaba execración alguna.
Igualmente, la homofilia activa está presente a todo lo largo de los
textos de griegos y de romanos. Así, Cátulo se vanagloria de sus
proezas, y Cicerón ha ensalzado los besos que le daba en los labios su
esclavo-secretario.[7] Según su gusto, cada cual optaba por los jóvenes o
por las mujeres, o por ambos; de este modo, Virgilio sentía atracción
exclusivamente por los jóvenes;[8] el emperador Claudio, por las
mujeres; Horacio repite varias veces que adora los dos sexos. Por su
parte, los poetas ensalzaron al favorito del temible emperador Domiciano
con la misma libertad con que los escritores del siglo XVIII celebraban
a la Pompadour; y se sabe, además, que Antinoo, favorito del emperador
Adriano, recibió, a menudo, culto oficial después de su muerte
precoz.[9] Para satisfacer a su público, los poetas latinos,
cualesquiera que fuesen sus gustos personales, exaltaban ambas formas
del amor; uno de los temas frecuentes en la literatura popular consistía
en establecer los paralelismos entre ambas expresiones del amor y
comparar sus respectivas excelencias.[10] En esa sociedad en la que los
censores más severos no veían en la sodomía más que un acto libertino la
homofilia activa no se ocultaba y los que se dedicaban a los jóvenes
eran tan numerosos como los que gustaban de las mujeres; lo que dice
mucho de lo poco… natural que es la naturaleza de la sexualidad humana
Un autor clásico se permite alusiones a la homofilia en la misma
medida en que se permite hacer bromas en general. No cabe distinción, en
este sentido, entre autores griegos y latinos; y lo que se llama amor
griego puede legítimamente también llamarse amor romano. ¿Hay que pensar
que Roma aprendió esta forma del amor de los griegos, que fueron sus
maestros en tantos aspectos? Si respondemos afirmativamente, estaremos
afirmando que la homofilia es una perversión tan rara que un pueblo sólo
puede haberla adquirido aprendiéndola de los malos ejemplos que le haya
dado otro pueblo; si, por el contrario, resulta que la pederastia en
Roma es autóctona, habrá que concluir que lo asombroso no es que una
sociedad conozca la homofilia, sino que la ignore: lo que hay que
explicar no es la tolerancia romana, sino la intolerancia actual.
De cualquier modo, la segunda respuesta es la correcta: Roma no tuvo
que esperar la helenización para ser indulgente con ciertas formas del
amor masculino. La joya más antigua que hemos conservado de las letras
latinas, el teatro de Plauto, que es inmediatamente anterior a la
introducción de la grecomanía, está llena de alusiones homofílicas muy
del gusto romano; la manera habitual de provocar a un esclavo es la de
recordarle las habilidades que espera su amo de él, para lo cual ha de
ponerse en cuatro patas. En el calendario romano del estado que se
denomina Fastos de Preneste, el 25 de abril es la fiesta de los
prostitutos masculinos, al día siguiente de la fiesta de las cortesanas,
y Plauto nos habla de los prostitutos que esperan a sus clientes en la
vía Toscana.[11] Las poesías de Cátulo a su vez, están llenas de
injurias rituales en las que el poeta amenaza a sus enemigos con
penetrarlos para marcar su triunfo sobre ellos; nos hallamos en un mundo
de bravuconerías folclóricas de gusto característicamente mediterráneo,
donde lo importante es ser el que penetra: por lo demás, importa poco
el sexo de la víctima. Grecia tenía exactamente los mismos principios:
pero además, toleraba e incluso admiraba una práctica sentimental que a
los latinos causaba pavor: la indulgencia hacia el amor pretendidamente
platónico de los adultos por los efebos de estirpe libre que
frecuentaban las escuelas y, sobre todo, los gimnasios, adonde iban sus
amantes a verlos realizar desnudos sus ejercicios. En Roma, el efebo de
condición libre había sido sustituido por el esclavo que hacía las veces
de favorito. Lo que demostraba que el amo tenía una sexualidad
desbordante y que se sentía de tal modo arrastrado por el sexo que sus
propios sirvientes ya no le bastaban:[12] tenía que sodomizar también a
sus esclavos más jóvenes, yendo más allá de los límites naturales. Ante
lo cual las personas honestas sonreían con indulgencia.
Lo único importante era respetar a las mujeres casadas, a las
vírgenes y a los adolescentes de origen libre: en realidad, la
pretendida represión legal de la homosexualidad iba encaminada a evitar
que un ciudadano fuese penetrado como si se tratase de un esclavo. La
ley Scantinia, que data del año 149 a. C., viene a ser sancionada por la
verdadera legislación de este tema en época augústea: protege al
adolescente de condición libre en la misma medida en que lo hace con la
virgen de origen libre. Como se ve, el sexo no cuenta para nada. Lo que
cuenta es no ser esclavo, no ser pasivo. De ningún modo el legislador
alienta el deseo de impedir la homofilia, tan sólo pretende defender de
los abusos al joven ciudadano.
Estamos, pues, en un mundo en el que en los contratos que fijaban la
dote del matrimonio se especificaba que el futuro esposo se comprometía a
no tener «ni concubina ni favorito» y en el que Marco Aurelio se
congratulaba, en su Diario, de haber resistido la atracción que
experimentaba por su criado Teodotos y por su sirvienta Benedicta; en un
mundo, en fin, en el que no se encasillaba el comportamiento amoroso
según el sexo al que este amor se dirigiera, mujeres o muchachos, sino
en relación al papel activo o pasivo que adoptara el ciudadano: ser
activo es actuar como un macho, cualquiera que sea el sexo del partenaire que
adopta el papel pasivo en la relación sexual. Toda la cuestión se
reduce a obtener virilmente placer, o a darlo servilmente. En este
sentido, la mujer se presenta como pasiva por definición, a menos que
sea un monstruo, y en la cuestión sexual su opinión no cuenta: los
problemas se abordan desde el punto de vista estrictamente masculino.
Tampoco los niños cuentan mucho más, con la única condición de que el
adulto no se someta a ellos para darles placer, y se limite, por el
contrario, a obtener placer de ellos; esos niños, en Roma, son los
esclavos que no cuentan para nada y, en Grecia, efebos que aún no han
alcanzado la condición de ciudadanos, por lo que pueden mantener una
actitud pasiva sin que ello les acarree el deshonor.
Así, el varón adulto y libre que era homófilo pasivo o, como se solía decir, impudicus (tal es el sentido desconocido de este término) o diatithemenos, se
hacía acreedor del desprecio más absoluto. Por otro lado, algunos
maliciosos sospechaban que algunos estoicos camuflaban bajo una
exagerada afectación de virilidad una feminidad inconfesable, y creo que
entre estos últimos incluían a Séneca, que prefería los atletas a los
jóvenes.[13] Del ejército se expulsaba a quienes eran homófilos pasivos,
y se sabe que el emperador Claudio, un día que había ordenado
decapitar[14] a brazo partido, dejó con vida a un impúdico que «gozaba
como una mujer»; un sujeto de esa calaña habría mancillado la espada del
verdugo.
Ahora bien, el rechazo de la homofilia pasiva no obedece a la
homofilia propiamente dicha, sino a su carácter pasivo, que pone de
manifiesto una tacha moral o, más bien, política que era sumamente
grave: la debilidad de carácter. El individuo pasivo no era débil a
causa de su desviación sexual, sino al contrario: su pasividad no era
más que la consecuencia de su falta de virilidad, y esta
deficiencia continuaría siendo un gravísimo vicio aun sin que hubiese
inclinación homófila alguna. Es ésta, pues, una sociedad que no perdía
el tiempo en preguntarse si la gente era o no homosexual; más bien al
contrario era una sociedad que prestaba una desmesurada atención a los
más mínimos detalles de la toilette, de la pronunciación, de los
gestos, de la forma de caminar, que castigaba con su desprecio a quienes
delatasen en ello fallas en su virilidad, cualesquiera que fuesen sus
gustos sexuales. El Estado romano prohibió en varias ocasiones los
espectáculos de ópera (que se denominaban «pantomima») porque eran
muestras de relajo y poco viriles, a diferencia de los espectáculos de
gladiadores. Todo ello viene a explicar una segunda y sorprendente
obsesión de la sociedad romana: existía una conducta sexual que era
totalmente vergonzosa hasta el punto de que la gente se pasaba el día
hablando de «ello»; tal comportamiento ocupaba entre los maledicentes el
mismo lugar que en nuestros cantantes la «pajera»; se trataba de la
felación, ya que es preciso llamar a las cosas por su nombre: el
historiador está obligado a abordarla, puesto que aparece una y otra vez
en los textos latinos y griegos y, también, porque su oficio consiste
en dar a la sociedad que es su propia sociedad el sentimiento de la
relatividad de los valores. La felación era la suprema injuria y se
citan[15] casos de «feladores» vergonzantes que pretendían, o lo
intentaban al menos, escamotear su infamia ¡bajo la menor vergüenza que
suponía hacerse pasar por homófilos pasivos! En un texto de Tácito se
describe una escena espantosa: Nerón hace que sometan a tormento a una
esclava de su mujer Octavia para obligarle a confesar que la emperatriz
era adúltera; la esclava resiste todos los suplicios para salvar el
honor de su dueña y responde al inquisidor: «La vagina de Octavia está
más limpia que tu boca.» Si pensáramos que lo que quiere decir es que
nada más indigno que la boca de un calumniador, nos equivocaríamos:
quiere decir que su interrogador es un monstruo infame y lo expresa de
forma concreta en el acto que representa el paroxismo de la infamia: la
felación. Por eso aparece representada con mil colores fantasmagóricos
como los que pintan nuestros racistas actuales; Apuleyo y Suetonio
muestran a bandidos o a Nerón precipitándose hacia la felación, de la
misma manera en que alguien se regodea en la perversidad de actos cuyo
único placer es la infamia misma. De hecho, ¿no es la felación el colmo
de la abyección? La felación obtiene placer pasivamente, dándolo al otro
y no niega al otro la posesión servil de ninguna parte del cuerpo; el
sexo es lo de menos: pues aún había un acto no menos infame que los
obsesionaba tanto como la felacion: el cunnilingus… Estamos en
las antípodas de la cultura japonesa, en la que la gloria y las delicias
del samurai libertino consistían en proporcionar, fuera como fuese, el
máximo placer a las mujeres.
Pero ¿de dónde proviene esta extraña cartografía de placeres e
infamias? Al menos existen tres causas que es necesario no confundir,
Roma es una sociedad «machista», como otras muchas, hayan conocido o no
la esclavitud; la mujer está al servicio del hombre, espera su deseo y
goza si puede, aunque a menudo ese placer femenino era moralmente
sospechoso (si bien, contra toda evidencia, se consideraba a las
prostitutas movidas únicamente por el placer). Por consiguiente el
«virilismo» viene a ser nada más que la parte visible del iceberg
político de las sociedades antiguas. Recurramos, pues, a la analogía
para abreviar, y evoquemos la aversión hacia la laxitud existente en los
grupos militaristas o, incluso, en las sociedades de pioneros que se
desenvuelven en un medio hostil. De hecho, Roma es una sociedad
esclavista en la que el amo ejerce el derecho de pernada, si bien los
esclavos habían hecho de tripas corazón expresándolo en un proverbio:
«No hay vergüenza alguna en hacer aquello que el amo ordena.»
Sociedad esclavista, pues: antes que estoicos y cristianos afirmen
que la moral sexual ha de ser la misma para todos (más para imponer la
castidad a los amos que para proteger a los esclavos), la moral romana se acomodaba según el status social;
«La impudicia (o sea, la pasividad) es una infamia para un hombre
libre», escribe Séneca el Viejo; «para el esclavo, constituye el más
absoluto deber hacia su amo; para el liberto, representa un deber moral
de gratitud».
Igualmente, la homofilia contaba con todas las indulgencias, siempre
que se tratase de relaciones activas de un amo con su joven esclavo, con
su favorito. Por su parte, un noble romano tiene una esposa (a la que
trata con solicitud, pues de divorciarse habría de devolverle su dote),
esclavas que cuando es conveniente se convierten en sus concubinas, unos
vástagos (a los que procura ver poco, para no fomentar la
blandenguería: son los criados quienes crían con rectitud a sus futuros
dueños; o los cría el abuelo); también tiene un joven esclavo, un alumnus, sobre
el que proyecta sus instintos paternales, en caso de que los tuviera, y
que a menudo era un hijo tenido con una esclava (pero estaba
terminantemente prohibido que tal hecho se explicitase, incluso por
parte del padre mismo). Después, cuenta con un favorito, o con toda una
pléyade de ellos; la Señora siente celos, el Señor se defiende diciendo
que nada malo hace con ellos, nadie se engaña, pero nadie tiene derecho a
poner de manifiesto la más mínima sospecha. La Señora no se siente a
gusto hasta el día en que el favorito comienza a tener bigote: era la
edad a la que las convenciones sociales exigían que el amo dejase de
infligir a su favorito un trato indigno de un varón. Algunos amos, sin
embargo, llevaban su libertinaje hasta el punto de continuar con esas
relaciones: así, del favorito que contaba con una cierta edad se decía
que era un exoletus, lo que quería decir que no era ya un adolescens, y
la gente honesta lo encontraba repugnante; Séneca, que quiere que se
siga en todo a la naturaleza, se indigna de que algunos libertinos
pretendan depilar a su favorito una vez que la edad natural de los
escarceos amorosos se le ha pasado.
Sería erróneo mirar a la Antigüedad como el paraíso de la
no-represión o imaginar que no tenía principios en este sentido;
simplemente ocurre que sus principios nos resultan sorprendentes, lo que
debería llevarnos a sospechar que nuestras más firmes convicciones no
valen más que las de ellos. Ahora bien, ¿había que ocultar la homofilia?
¿O, más bien, estaba permitida? Precisemos. Existían uniones
ilegítimas, pero moralmente admitidas, como el adulterio en nuestras
sociedades bienpensantes o, aún más recientemente, el amor libre. En
tales casos la regla es la siguiente: la literatura puede hablar de ello
sin censurarlo, pero los interesados, en lo que se refiere a su caso
personal, deben tener la discreción de no confesarlo: todos aparentarán
ignorarlo. Pues bien, ese mismo era el tratamiento que Roma daba a las
relaciones con los favoritos y Grecia, a las relaciones con los efebos.
Igualmente, otras muchas formas de relaciones eran desde el punto de
vista moral tan sospechosas como ilegítimas, aunque no por ello dejaban
de ser frecuentes. La mayor parte de las formas de homofilia se
consideraban como dignas de censura, pero no según nuestra moral. Así,
una sensación de repugnancia recaía sobre las relaciones con los exoleti, los
tejemanejes entre hombres, las relaciones sexuales que sólo eran
toleradas en el mundo cerrado del ejército (hubo que esperar a Salviano y
a la época de las grandes invasiones para tener conocimiento de ellas)
y, por último, la prostitución de los adolescentes de buena familia. Por
otro lado, decir prostitución es mucho decir; pues, en Roma, a los
instrumentos sexuales, ya se tratase de muchachos o de mujeres, se los
consideraba hasta tal extremo meros instrumentos pasivos que se ofrecía
dinero sin ningún recato incluso a los niños, y si a una honesta matrona
o a un joven decente se les ofrecía una cantidad por sus favores, no
debían inferir que se los considerase como prostitutos; en Roma,
cortejar consistía en ofrecer una suma de dinero. Y un verdadero
problema para los padres de los alumnos de entonces era encontrar una
escuela en donde la recta formación de sus hijos estuviese a salvo de
las tentaciones; el maestro Quintiliano, para atraer a sus clientes,
manifestaba en sus escritos un verdadero horror por los amores efébicos.
Había, pues, relaciones ilegítimas, inmorales y, además, infames.
Eran mucho más que un mero acto punible que había salido de su autor: el
horror del acto remontaba hasta el autor mismo y probaba que, por haber
hecho una cosa así, se trataba de alguien necesariamente monstruoso.
Entonces se pasaba de la condena moral a un rechazo que nosotros
calificaríamos de tipo discriminatorio. Éste era el tratamiento para la
pasividad entre los hombres libres, las satisfacciones infames para las
mujeres, el cunnilingus, y, por último, la homofilia femenina,
sobre todo cuando adopta el papel del amante activo; una mujer que
adopta la actitud de un hombre es el mundo invertido. En ese sentido, es
el mismo horror que se experimenta hacia las mujeres que «cabalgan»
sobre los hombres, como dice Séneca.
Todo lo cual llevaba a una visión de la homofilia que no era menos
mítica de la que nosotros podemos tener, aunque sí diferente. Tal visión
consistía en reducir todas las formas de la homofilia a un caso típico:
la relación del adulto con el adolescente en la que el goce es sólo
privativo del primero. Se pensaba que éste era el caso general, porque
esta relación activa y carente de laxitud tranquilizaba el espíritu,
puesto que en ella estaban ausentes los arrebatos y la servidumbre de la
pasión; «Deseo que mis enemigos amen a las mujeres y mis amigos a los
jóvenes», escribía el poeta Propercio en un día de amargura, pues «la
pederastia es el río apacible y sin zozobra: ¿qué mal temer de tan
reducido espacio?»[16] La homofilia romana, con todas sus rarezas, sus
desconcertantes encorsetamientos, es consecuencia de un puritanismo de
raíces políticas. Sólo un irresponsable, como Ovidio, elogia a las
mujeres contando que el encanto de la heterosexualidad radica en el
placer de la pareja, mientras que los muchachos nunca experimentan
placer alguno.
Es posible que el lector se pregunte, para terminar, qué es lo que ha
hecho que la homofilia haya estado tan extendida; ¿cabe pensar que una
particularidad de la sociedad antigua, como es, por ejemplo, el
desprecio de la mujer, contribuyese a multiplicar artificialmente el
número de homófilos o, acaso, que una forma de represión diferente, pero
de menor intensidad, daba rienda suelta a la manifestación de una
homofilia que se podría considerar como el estado normal de la
sexualidad humana? Sin lugar a dudas, es la segunda la respuesta más
acertada. En este punto es necesario que seamos claros, aun a riesgo de
provocar sorpresas. Cohabitar con un hombre, preferir los muchachos a
las mujeres, es una cosa: es una cuestión de carácter, del complejo de
Edipo y de todo lo que se quiera, y no es seguramente el caso más
frecuente, ni tampoco un hecho irrelevante. Sin embargo, casi todo el
mundo puede tener relaciones físicas con individuos de su propio sexo, y
hay que añadir que placenteras; al menos experimentando el mismo placer
que en la relación con el otro sexo; si bien la mayor sorpresa que
experimenta un heterosexual que prueba una relación homosexual es la de
constatar que no hay diferencia alguna entre ambas y que la aventura es
decepcionante. Durante el verano de 1979 se han oído, en este sentido,
testimonios clarificadores durante el congreso internacional del
movimiento homófilo «Arcadia». Aclaremos, no obstante, que los
heterosexuales que hacían esta constatación nunca habían pensado en
mantener relaciones con un joven, ni tenían frustración alguna a este
respecto, ni siquiera se imaginaban tal eventualidad y suponían que, si
se aventuraban a ello, les disgustaría. Pero no fue una experiencia
desagradable y todo funcionó bien. Todo, salvo que se reafirmaron en su
heterosexualidad: no repitieron la experiencia, pues, para su gusto, las
mujeres les resultaban más interesantes a largo plazo y, en nuestra
sociedad, era más fácil tener relaciones con ellas.
A la luz de esto se aclaran las cosas. Supongamos una sociedad en la
que las relaciones homosexuales sean toleradas, en la que los jóvenes no
eviten tales relaciones y los amantes no se vean perturbados cuando se
cortejan; una sociedad, en fin, en la que el matrimonio no ocupe el
lugar central que ocupa en la nuestra y en la que exista una clara
separación entre las relaciones superficiales o pasionales, por un lado,
y las serias, por otro; es decir, las relaciones conyugales: en la Roma
de antaño y aun en el Japón de nuestros días, tenemos dos ejemplos de
tal sociedad. Por supuesto, en éstas habrá una minoría considerable que
tendrá una inclinación exclusiva hacia las relaciones con jóvenes; pero
la mayoría misma tendrá cierto aprecio por las relaciones amorosas
masculinas ocasionales, abiertas a todos, ya que en esa sociedad los
amores superficiales serían admitidos y nadie se vería perturbado por
entregarse a ellos debido a las cortapisas sociales. Los hombres no son
animales y el amor físico no se encuentra en ellos dominado por la
distinción de sexos: como decía Élisabeth Mathiot-Ravel, los
comportamientos sexuales no tienen sexo.
BIBLIOGRAFÍA
Mientras esperamos el importante libro de Michel Foucault sobre los Aphrodisia, que
aparecerá en la primavera de 1983 en las Éditions du Seuil, es oportuno
consultar el primer capítulo del libro de John Boswell, Christianity, Social Tolerance and Homosexuality, Chicago, 1980. Respecto a la homosexualidad griega, el estudio fundamental es el de K. J. Dover, Greek Homosexuality, Londres, 1978; otros muchos textos han sido útil y cuidadosamente recopilados por F. Buffière, La Pédérastie dans la Gréce antique, París, Éditions Guillaume Budé, 1980. Aún no he podido leer la tesis del tercer ciclo de F. Gonfroy, Un fait de civilisation méconnu: l’homosexualité masculine á Rome, Poitiers, 1972, de la que tengo referencias a través de Georges Fabre, Libertus: patrons et affranchis à Rome, 1981, págs. 258 y sigs.
Referencias:
[1] Plotino; Enneadas, II, 9, 17[2] Véase, no obstante, Musonio, XII, 6-7; véase también, Quintiliano, V, 11, 34.
[3] Apuleyo, Metamorfosis, VIII, 29
[4] Onirocritique, págs. 88-89 Pack
[5] Véase Platón, Leyes, 840 C
[6] Leyes, 636 B-D y 836 B ss.; véase El Banquete, 211 B, 219 CD; Fedro, 249 A; La República, 403 B.
[7] Cicerón, citado por Plinio el Joven, VII, 4, 3-6.
[8] Según las Vitae vergilianae
[9] Según su biografía escrita por Suetonio.
[10] Véase la sorprendente Comparación de los amores de Luciano o del seudo-Luciano
[11] Plauto, Curculio, 482; por lo que se refiere a los comportamientos pasivos en la relación sexual (puerile officium), véase Ciste-llaria, 657, y otros muchos textos. Acerca de la sexualidad pasiva, es fundamental la consulta del estudio de R. Martin, La vida sexual de los esclavos, incluido en la obra de J. Collard et alii: Varron, Grammaire antique et Stylistique latine, París, 1978, págs. 113 y sigs.
[12] Séneca, Cuestiones morales naturales, I, 16; Petronio, XLIII, 8.
[13] Dion, Cassius, LXI, 10, 3-4. Por lo que se refiere a la laxitud secreta de los estoicos, además de Marcial y Juvenal, véase también, Quintiliano, I, 15.
[14] Según Tácito, con motivo del proceso a los amantes de Mesalina.
[15] Según Marcial.
[16] Propercio, II, 4,