La mascota de Doña pipa representa a un animal reconocible, un elefante, en tanto que la de Grefusa se mantiene en la ambigüedad de un serecillo indeterminado. Fíjense en las actitudes, mientras e
l elefante, que por ser paradigma de lo grande hace de la pipa un fruto seco aún más descomunal, se aferra a la misma desde el suelo, casi a rastras, la mascota ovalada carga trabajosamente con su pipa-menhir, pero no parece acusar el esfuerzo. Y hay todavía más: el elefante exclama algo: “¡Más grande que yo!”, en referencia no tan sólo al tamaño (no nos dejemos engañar) sino a algo más recóndito y profundo, frente al entusiasta mutismo de la pipa pelada de Grefusa, sí, porque ¿qué otra cosa puede ser, sino una pipa pelada que acarrea alegremente tras de sí la cáscara que la contuvo y la vio crecer?
Tenemos, pues, dos posturas diametralmente opuestas subyacentes bajo estas “inocentes” criaturas. Doña Pipa parece proponer un modelo de personalidad sometida, dependiente minusvalorada frente a un poder que supone superior. Grefusa por el contrario, lanza un alegato vitalista a favor de la libre acción, del individuo que rompe sus cadenas y aprende a convivir con su propio pasado, con su memoria (la cáscara de pipa), y en una categoría espiritual, admite la posibilidad de una esperanzadora conciliación entre el alma (pipa pelada) y el cuerpo (pipa-menhir).
Tenemos, pues, dos posturas diametralmente opuestas subyacentes bajo estas “inocentes” criaturas. Doña Pipa parece proponer un modelo de personalidad sometida, dependiente minusvalorada frente a un poder que supone superior. Grefusa por el contrario, lanza un alegato vitalista a favor de la libre acción, del individuo que rompe sus cadenas y aprende a convivir con su propio pasado, con su memoria (la cáscara de pipa), y en una categoría espiritual, admite la posibilidad de una esperanzadora conciliación entre el alma (pipa pelada) y el cuerpo (pipa-menhir).
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