jueves, 28 de febrero de 2013

Mujer en Montaigne (II), El cuerpo


El cuerpo


La visión del cuerpo montaigniano es una visión claramente epicúrea, traspasada a Montaigne por Lucrecio en su De rerum natura. Un «cuerpo ateo» como lo definiría Onfray, «un cuerpo que rechaza el dolor en cualquiera de sus formas: nada, ninguna lógica de la salvación, justifica el sufrimiento[1]» un cuerpo que no niega a Dios explícitamente, sino al que le resulta indiferente su existencia, a la manera epicúrea.

Así pues, placer y cuerpo, grandes protagonistas del pensamiento del autor, serán de una importancia capital a la hora de analizar su concepción de los temas más variados, entre ellos, el tema de la mujer. Es por ello por lo que para comprender la visión que tiene Montaigne de la mujer hemos de conocer primeramente la concepción epicúrea del cuerpo y del amor. Sin este inciso no podremos entender del todo por qué Montaigne dice lo que dice.
Para Epicuro, el fin de la vida es la felicidad, dicha felicidad guarda una relación de identidad con el placer, entendido aquí como ausencia de dolor. La ataraxia epicúrea plantea la búsqueda de la felicidad mediante un placer sobrio y una ausencia de dolor en la medida de lo posible. En cuanto al sentido del amor epicúreo este es diametralmente opuesto al que da el idealismo romántico, Lucrecio propone buscar maneras de «desfogarse», huyendo del tiránico deseo que el amor nos provoca, mediante uno mismo o del trato con otros, independientemente de si es la persona amada o con las «Venus vagabundas» o prostitutas, vistas aquí como personas que pueden provocar un intenso placer sin las consecuencias indeseables que el amor provocaría, tales como la perdida de la propia voluntad, el deseo de ser esclavo de quien se ama o la atadura a ese simulacro que es la persona amada, una ilusión, un espejismo que nos crea Venus donde no encontramos más que buenos atributos. El amor ata el placer y la libertad a una sola persona, haciéndolos excluyentes, así que siendo estos dos pilares fundamentales de la filosofía epicúrea, puede entenderse por qué consideraban que el alma, al atarse a un sentimiento que la obsesiona y siempre resulta doloroso e insatisfactorio, se halla enferma. Sin embargo es importante aquí hacer una distinción entre el amor como deseo físico, que es placentero en sí, y el amor como estado psicológico, lo que nosotros llamaríamos enamoramiento, siendo este el condenado por la filosofía epicúrea[2].
Una vez que entendemos esto, podemos seguir con el análisis que hace Montaigne
en el ensayo tratado.
El autor, como señala M. Onfray, no lleva su pensamiento desde la misoginia general de su época a una filoginia, sino que busca un punto intermedio, un intento de descripción imparcial, dando tantos atributos como defectos a hombres y mujeres. «Suficiente es la igualdad5». Las mujeres, para Montaigne, son seres humanos esencialmente iguales a los hombres, salvo ciertas características, especialmente las relacionadas con el amor, que las hacen estar algunas veces por encima y otras por debajo de este. Así las concebirá esencia de sospecha, voracidad y curiosidad a la par.

Si nos centramos en la capacidad para amar, entendida de las dos maneras epicúreas, las verá más capaces que los hombres. Tienen más capacidad sexual que este y sus sentimientos son mucho más intensos. Para ello no duda en poner de ejemplo un experimento llevado a cabo por un emperador y una emperatriz romanos:

«él [Próculo] desvirgó en una noche a diez vírgenes sármata, cautivas suyas;

mas ella [Mesalina] atendió realmente a veinticinco empresas en una noche,

cambiando de compañía según sus necesidades y gustos, “adhuc ardens rigidae

tentigiene vulvae, Et lassata viris, nodum satiata recessit [3]”»

Dicha capacidad sexual en la mujer[4] puede ser considerada como uno de los puntos
clave en la consideración que tiene Montaigne, y muchos de sus contemporáneos, de la mujer como un ser que tiene un apetito sexual casi insaciable comparado con el hombre. Si entendemos que esto está relacionado estrechamente con el estado psicológico del amor podemos hacernos una idea de por qué se considera a la mujer como variable, polimorfa, cambiante, alguien no digno de confianza, pues quien esta perpetuamente enfermo de deseo es alguien que podrá vender todo con tal de saciarse. La lascivia y la lujuria como algo que puede atacar a la mujer a cada momento. «Al igual que al hombre —dirá Montaigne— que se le ha concedido un miembro desobediente y tiránico, que por la violencia de su apetito busca someter todo a sí, a la mujer se le ha dado un animal ávido y glotón[...]». Si a esto sumamos un factor que trataremos luego en el autor, la educación, que fomentará una tendencia hacia el enamoramiento, tendremos los factores que provocan esa visión de la mujer, una mezcla entre temor y desconfianza, tanto por lo que pueden hacer estas con sus capacidades como lo que sus capacidades pueden hacer con ellas.

Ya que la mujer es tiranizada por su propio sexo considera que es más loable su capacidad para permanecer casta ante las tentaciones, pues estas tentaciones son mayores en ellas que en los hombres. Pero esto tiene un reverso, la mujer es tiranizada por su sexo, sí, pero este está fisiológicamente internalizado, a diferencia del hombre, que cuando su apetito lo lleva a la excitación, aunque no lo desee, se verá públicamente delatado. Esta situación puede llevar a la mujer a una posición de superioridad con respecto al hombre, pues su capacidad para ocultar su propio deseo juega a su favor. En cuanto a la castidad, Montaigne deja claro que él no está por la labor de prohibir nada en términos sexuales, siempre y cuando estos sean tratados con prudencia, la gran balanza epicúrea en este tema. El favor de una mujer no se medirá en lo que nos dé, sino en a cuantos da lo que nos concede a nosotros. 




[1]:  Michel Onfray, El cristianismo hedonista, Contrahistoria de la filosofía II, Anagrama 2010, p. 265

[2]: Manuel Cabello Pino, La enfermedad de amor en Lucrecio y Catulo, Tonos, numero XVIII, 2009

[3]: Michel Onfray, op. cit., p. 271

[4]: «Enardecida aún con el picor de su coño tieso, y cansada, pero todavía no harta de  hombres, se retira», Juvenal, Marcial, 6,128-129

[5]: Si bien conocido pero obviado por los autores que consideraban esta temática, no fue  hasta el análisis de Masters y Johnson sobre el comportamiento sexual en Respuesta sexual humana de 1966 que no se dio una respuesta científica y objetiva a este hecho, el descubrimiento, o reconocimiento científico más bien, de la capacidad multiorgásmica de la mujer.

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